Mi esposo y yo llevamos ya cuatro días en una embarcación que nos llevará desde Budapest, en Hungría hasta Regensburg en Alemania. Actualmente estamos navegando por el valle Wachau y francamente, los paisajes son bellísimos. Pueblito tras pueblito enclavado en las faldas de las montañas con sus trescientos o cuatrocientos habitantes esperando que los turistas pasen haciéndole el honor.

Todo prístino, a pesar de que el Danubio de azul no tiene nada, pero hasta ahora la visita ha resultado fantástica con buena mezcla de ciudades importantes alternadas con otras más pequeñas y, como ya les conté montones de pueblitos en el camino. No hemos atracado en todos pues para eso se necesitarían semanas, pero en los que se detuvo el barco para dejarnos recorrer el área por un par de horas, pasamos ratos muy agradables y en uno, pudimos hasta visitar el cementerio. Ya saben cómo me gustan los cementerios.

Llevamos un poquito más de la mitad del camino recorrido y hemos pasado por Hungría, Eslovaquia, Austria y estamos por llegar a Alemania. Un muestrario en todo el sentido de la palabra. Hemos comido como si nos hubieran avisado de la pronta llegada de un guerra o una hambruna, pero igualmente hemos caminado miles de pasos según los relojes de quienes llevan esa cuenta así que pienso que estamos ´ras con tas´.

Y de la misma forma en que hemos alternado pueblos y aldeas con grandes ciudades igualmente hemos combinado todo tipo de experiencias. Ayer, por ejemplo, en Viena recorrimos la ciudad, luego comimos Wiener Schnitzel —ya saben bisté apanado en panameño— aunque el degustarlo de ternera hace una gran diferencia, visitamos el palacio Belvedere porque tenía ganas locas de ver la colección de Gustav Klimt, la cual no decepcionó para nada. Sumen a eso que el palacio en sí es bellísimo así es que conseguimos dos experiencias por el precio de una. Mi socia tomó té en una plaza y comió Sacher Torte —cada uno con su antojo— y por último fuimos a un recital con música de Strauss, cantos y bailes locales. Un día redondito.

Hoy en Durnstein, además de probar de todo hecho de albaricoque —licorcitos, jabones, mostazas, mermeladas— pasamos brevemente por el pequeño cementerio que data de quien sabe cuándo, pero como es primavera las tumbas estaban todas bellamente decoradas con flores plantadas en toda el área central. Se notaba más alegre que triste con sus begonias coloradas y demás plantas, porque no son ramitos de flores los que llevan a sus muertos son minijardines en regla.

Estamos por llegar a la Abadía de Melk y tengo gran expectativa pues siempre he sentido especial atracción por este tipo de destino. No solo por la historia que encierran, sino también porque los monjes suelen ser muy talentosos para preparar todo tipo de menjurjes desde comidas hasta vinos, perfumes, jabones y otros inventos. Normalmente habría buscado información acerca del lugar, pero en esta ocasión opté por dejarme sorprender. Ya les contaré.

Por lo pronto, seguiré admirando el hermoso paisaje que se nos presenta en este tramo del recorrido.

* Las opiniones emitidas en este escrito son responsabilidad exclusiva de su autora.

* Suscríbete aquí al newsletter de tu revista Ellas y recíbelo todos los viernes.