Hace poco perdí a dos personas que amé profundamente: a mi tío, que fue como un padre tras la muerte de mi papá en mi adolescencia y poco después, a mi abuela materna. Desde entonces, camino por la vida con un silencio en el pecho que nadie más escucha. Aún me cuesta decir “fue”. Como si ese verbo hiciera que todo sea más real.
Acompañé a mis primas a vestir a mi tío en la funeraria. Días después, fui con mi tía a la morgue a reconocer el cuerpo de mi abuela. Al ver sus cuerpos sobre esa plancha metálica, fría, sin ropa, sin vida, sin protección, algo dentro de mí se rompió de forma irreversible.
Ahí entendí cuan frágiles somos. En esa plancha, no importan los títulos, ni el maquillaje, el dinero, los sacrificios, ni el pudor. No hay “yo soy” ni “yo tengo”. Solo queda un cuerpo sin alma… y el eco de lo que fue. Mi abuela, la que me cocinaba con tanto amor, estaba allí, tendida, desnuda y fría. Esa imagen me parte. Ellos en una plancha de acero sin nada que los protegiera y yo confrontando a la fragilidad de la vida.
Nunca había estado en un lugar así. No estaba preparada para lo que sentí. Verlos allí, acostados, me reveló algo que las palabras apenas rozan: al final, nada de esto importa como creemos. Ese cuerpo que tanto cuidaban, yacía sin defensa, como si la dignidad y el pudor también murieran con la vida. Todos terminamos en esa plancha de acero, fríos, callados, desnudos.
En ese momento me invadió una tristeza inmensa. La vida se nos va preocupándonos por tonterías: quedar bien, en producir, en competir, en tener la razón y olvidamos lo esencial: abrazar, mirar a los ojos, decir te quiero sin esperar nada. Cuando alguien se va, lo único que queremos es un minuto más, un abrazo más, una conversación más.
¿Qué estamos haciendo con esta vida? ¿Por qué nos cuesta tanto valorar a quienes tenemos cerca mientras están vivos? ¿Por qué dejamos pasar tanto tiempo sin decir lo que sentimos? Pensé en mis días llenos de ruido, estrés y sentí vergüenza.
Esa plancha me enseñó más que muchos libros. Me recordó que el verdadero legado no son títulos ni logros, sino cómo hicimos sentir a los demás. Si nos recuerdan con una sonrisa, con gratitud, con amor, entonces lo hicimos bien.
Viví gran parte de mi infancia con mi abuela y yo me despertaba con el aroma del café, sus cantos suaves y el ritmo de su máquina de coser. Era costurera. Entre hilos y telas me mostró el amor cotidiano, ese que no hace ruido, pero abriga. A veces la escuchaba cantar mientras cosía, sin saber que esos momentos serían un tesoro. Ahora daría todo por una mañana así.
Y lloro. No solo porque se fueron, también porque siento que pude haber dado más. Tal vez estuve muy ocupada. Tal vez no escuché lo suficiente, quizás debí escuchar más, visitar más, uno siempre cree que habrá tiempo. Que mañana, que después... Pero no.
Después llega esa plancha… y ya no hay nada que hacer.
Ahora los extraño tanto. Me quedo con su risa, sus abrazos, sus enseñanzas. Aprendí que el amor no siempre se dice, a veces se demuestra con silencios, con estar. A mi tío le hice una casita para que estuviera cómodo, porque casi no veía y la diabetes le complicó todo. Quería que tuviera lo suyo. Ahora la casa está vacía. ¿Qué se hace con eso? No lo sé. Pero, aunque esté vacía de presencia, está llena de recuerdos. Y eso me queda.
Escribo esto con un nudo en la garganta, sin querer corregirlo demasiado, porque siento que, si lo ordeno, pierde verdad. Solo quiero decirte algo, si estás leyendo esto: no esperes.
No esperes a que se mueran para darte cuenta de lo que valían, no te distraigas tanto. Mira a tu gente, llama a tus padres, abrázalos, di te amo, aunque te tiemble la voz porque la vida se va y cuando se va, queda el silencio. Y si no hiciste lo que podías, ese silencio grita y quiebra.
Y eso duele más que la muerte.
A ellos… gracias por enseñarme a amar en lo simple. Hoy solo quiero invitarte a mirar a quien tienes cerca, a dejar el teléfono, el enojo, la excusa. A decir lo que sientes ahora… porque mañana puede ser tarde y una vez estemos en esa plancha, ya no tendrá ningún valor lo que quisiste y no pudiste.
* Las opiniones emitidas en este escrito son responsabilidad exclusiva de su autora.
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