…me saludaba doña Rosario Salinero de Gago levantándose de la banquita que está a la entrada de la Casa del Jamón y en la que solía sentarse casi a diario con su querido Lázaro primero y luego de su partida sola o con uno de sus hijos. Se acercaba y ponía sus manos sobre mis mejillas a la par del saludo. Era tan honesto su comentario que aun en aquellos días en que yo andaba atropellada por la vida ella me hacía sentir verdaderamente hermosa.
En agosto de 2015 su hijo Ricardo me pidió que me reuniera periódicamente con ella para me contara fragmentos de su vida que ellos no querían que se perdieran. Ya saben a veces los años le van robando a uno memorias importantes. Esas tardes que pasé con ella fueron indescriptibles. Conocí sobre la niña Rosario, sobre las tías y primas que la “adoptaron” cuando perdió a su madre a los cuatro años y con quienes solía ir a pasar temporadas en Narrillos del Álamo la aldea natal de su madre.
La vi viajar a lomos de “la yegua buena” con su tío Julio, sonreí al pensarlos sentados a la orilla del río Tormes para tomar un descanso y algo de pan con queso en el trayecto a la aldea. Y cómo olvidar la sillita especial que le daban alrededor del fogón para los rezos “porque ella no tenía mamá” o que un día inventó que ella y su prima Maruja salieran a jugar en la lluvia y cuando la prima le dijo que las iban a regañar ella contestó “no hombre, seguro nos cambian y nos ponen los vestidos de domingo”. Eso no ocurrió y lo único que les pusieron fue un buen regaño.
Literalmente viajé con ella en tercera clase hasta Panamá en el vapor Marco Polo y entendí perfectamente por qué detestaba los macarrones, vi brillar sus ojos cuando me hablaba de su Lázaro, que ya había partido, pero que para ella estaba siempre presente. Me contó con lujo de detalles lo que comía cada día y cómo lo comía. Me habló de sus juegos de cartas, gusto que no compartía con ella, de sus lecturas, de su amor a Dios, de sus trabajos en las empresas Gago y, por supuesto, de sus hijos a quienes adoraba.
Todos diferentes, cada uno favorito por lo que era y por cómo era, aunque ni Ricardo ni Pepe podían competir con Mary Carmen, la niña que llegó mucho más tarde y que por varias horas ni ella misma se creía que su aparición fuera cierta. Honesta siempre en sus narraciones no fallaba con el adjetivo adecuado para dejarme conocer a la persona que describía. A los hermanos que dejó en Guijuelo, pueblo donde nació y creció, los tuvo siempre presentes y los sobrinos de allá comentan que cuando los Gago llegaban de visita era como una Navidad.
Hoy, pensando en que Doña Rosario se despidió de este mundo como las personas buenas, confirmo que su cuerpo ya no estará con nosotros, mas su esencia no nos dejará jamás y cada vez que entre a la Casa del Jamón la veré sentada en la banquita de siempre, con la sonrisa de siempre y sentiré sus manos sobre mis mejillas al saludarme “hola bonita”. Hasta luego bonita, conocerte fue un regalo.
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