Había visto esa camisa colgada en el clóset tanto tiempo, casi como nueva, sin uso, que decidí donarla. Cometí un error. Bueno, varios. El primero: la camisa no era mía. El segundo: no pregunté antes de regalarla. Y el tercero, tal vez el más imperdonable, fue confesar que yo la había donado.

Debí haber puesto en práctica de mejor manera las técnicas de mi madre. Cuando mi hermano y yo éramos adolescentes —y sí, lo admito, aún nos lavaba la ropa, lo cual hoy me avergüenza—, pasaba con frecuencia que alguna de nuestras prendas favoritas desaparecía misteriosamente. Nunca las más feas, siempre esas que uno empezaba a usar con más cariño.

Mi hermano, no le metía mucha mente y se olvidaba pronto de la prenda perdida. Creo que a mí me pasó alguna vez e insistentemente pregunté a mi madre por aquel pantalón, sin obtener respuesta. Ella me decía que lo buscara en los cajones. Todo tuvo sentido el día que descubrí un suéter de mi hermano tirado en un rincón del lavadero, con una enorme mancha de cloro. Hay que recordar que mi mamá nos compraba la ropa.

Para mi mamá, el cloro es un aliado hasta el día de hoy. Por más que le hemos dicho que daña la ropa, lo sigue usando. Quizás por eso ella se niega a reconocer cualquier perjuicio causado por el blanqueador. Aquella vez su único error fue dejar evidencia.

Yo, ya de adulta y con compañero de vida, he reproducido la escena. No con cloro, porque en esta casa no se usa, pero sí con el hábito de deshacerme de sus cosas. Especialmente de ropa que, a mi juicio, ya cumplió su ciclo. Pero justo cuando me animo a donar esa camisa que no ha usado en más de un año... ¡zas! se acuerda de ella. La necesita. La busca. Y empieza el interrogatorio.

—¿No viste mi camisa? —me pregunta.

—¿Cuál? —Se muy bien cuál, pero jamás lo voy a admitir.

—Mi favorita. La que tanto me gusta. Tú me la regalaste. —Creo que esto último me lo dice a propósito.

—No la he visto hace rato.

Él tiene una resistencia emocional al desprendimiento. No quiere deshacerse de algo hasta que esté prácticamente hecho jirones. Yo, en cambio, me siento herida cuando no usa mis regalos. Como si no apreciara mi amor en forma de camisa, taza o termo. Él me ve como una botarata. Yo lo veo como un acumulador emocional.

Les doy otro ejemplo. Le compré un vaso tipo termo de café por el Día del Padre. El que tenía estaba roto por la boca. Yo temía que un día se fuera a cortar. Además, qué fea presencia la de ese termo. Aunque el insistía en que estaba sanito.

¿Qué creen que hizo él con el regalo? Lo agradeció, lo miró por un segundo... y lo guardó. Esperé un tiempo prudencial para hacer mi jugada. Sí, lo escondí. No me atreví a botarlo. Todavía.

Como él toma café de vicio. Al día siguiente estaba usando el termo nuevo.

— ¡Qué bueno que estás usando el termo nuevo! —le dije, no sé si me notó la ironía.

—Es que no encontré el otro —me respondió, con muy poca emoción. Pero sin sospechar nada. Creo.

Después de tantos años juntos la sospecha ya está instalada. Lo malo es que ahora cada vez que no encuentra algo piensa que yo lo boté. Y la verdad no lo culpo. Pero tampoco me arrepiento.

* Las opiniones emitidas en este escrito son responsabilidad exclusiva de su autora.

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