Lo primero que me llamó la atención al entrar a mi primer taller de participación ciudadana fue un letrero, colocado al frente, que decía: Justicia Abierta para las Mujeres. Sonaba bien, como lema de una campaña o un ideal por alcanzar.

Pronto supe que era más que eso: era el nombre de un proyecto que busca transformar el sistema de justicia para que deje de ser lejano, inaccesible o excluyente, especialmente para las mujeres. Una iniciativa, de dos años, liderada por la Fundación Justicia y Género, desde Costa Rica, y la Fundación Claresas de Panamá, con el apoyo de la Unión Europea y otras organizaciones.

El concepto de justicia abierta se resume en tres palabras: transparencia, participación y colaboración. Pero en la práctica significa mucho más: que el acceso a la información pública no sea un privilegio para quienes tienen un título en Derecho; que los documentos judiciales se redacten en un lenguaje comprensible para todas; que existan versiones en lenguas indígenas o formatos accesibles para personas que no saben leer.

También implica desmontar la idea de que la democracia solo nos llama el día de las elecciones. Exigir rendición de cuentas, fiscalizar lo que hacen quienes gobiernan y participar en las decisiones que afectan nuestras ciudades, nuestra vida y el futuro de nuestros hijos es parte de la participación ciudadana. Y esto no es tarea exclusiva de quienes forman parte de organizaciones de la sociedad civil.

Claro, no siempre es fácil participar. Hay barreras invisibles pero que están allí. Por ejemplo: la mayoría de las personas no sabemos que tenemos derecho a acercarnos a una institución para pedir información.

En este taller aprendimos que la participación ciudadana no puede quedarse en formularios o encuestas. Una consulta real requiere anticipación, horarios adecuados y un compromiso genuino de escuchar e incorporar lo que la ciudadanía plantea. La meta es que todas las personas puedan acceder de forma real, efectiva y sin barreras al sistema de justicia panameño, así como al sistema interamericano y universal de derechos humanos.

Y hacerlo no desde arriba, sino con la participación directa de quienes viven el sistema o lo padecen. Por eso, una parte central del proyecto son las capacitaciones, diseñadas para explicar y hacer exigibles los derechos en un lenguaje claro. Para lograrlo, se han tejido alianzas con el Órgano Judicial, la Defensoría del Pueblo, la Procuraduría General de la Nación, y con organizaciones de mujeres, redes de abogadas, juezas y defensoras de derechos humanos.

Las formaciones no son teóricas: parten de la experiencia de las mujeres en el país y de la necesidad de que los procesos judiciales sean comprensibles y accesibles. Buscan que haya espacios para la participación ciudadana en todos sus niveles: desde la consulta hasta la cocreación, donde ciudadanía y autoridades se sientan en la misma mesa para diseñar, implementar y evaluar políticas públicas, asumiendo corresponsabilidad.

Como recordó la exmagistrada y excomisionada de la CIDH, Esmeralda Arosemena de Troitiño: “La justicia necesita de una ciudadanía comprometida, crítica y, sobre todo, informada. No se puede hacer justicia para las personas sin que las personas participen”.

El equipo de formación lo integran profesionales como Rodrigo Jiménez, director de la Fundación Justicia y Género; las abogadas panameñas Anayansi Turner y Joyce Araujo, defensoras de los derechos humanos de las mujeres; y la propia Esmeralda Arosemena de Troitiño. Junto a las instituciones aliadas, trabajan también en diagnósticos y propuestas concretas para mejorar los servicios de atención, que serán presentadas a las autoridades para su adopción.

Me fui con muchas ideas, pero también con la certeza de que esto es un proceso. Que no basta con formar redes: hay que mantenerlas vivas, organizadas y articuladas. Porque sin participación real y sin corresponsabilidad, no hay justicia abierta posible. Ni para las mujeres, ni para nadie.

* Las opiniones emitidas en este escrito son responsabilidad exclusiva de su autora.

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