En los seis años que lleva mi hijo jugando fútbol me he dado cuenta de las desigualdades sociales que existen en Panamá y que lastiman el talento deportivo.
Lo primero, para poder matricularse en academias, la familia del jugador debe invertir altas sumas de dinero que, a la clase media y media baja, nos resultan exorbitantes, fuera de toda proporción. Si aspiran a que jueguen en academias que, además del tema deportivo, transmitan valores intrínsecos como el trabajo en equipo, la responsabilidad, la perseverancia y otros, el costo se eleva aún más. Y si, además esperan que el equipo cuente con un personal técnico idóneo, el precio equivale a pagar una segunda matrícula escolar. Irrisorio.
Nos ha tocado participar de diversos torneos desde distintas academias privadas que compiten con otras y en demasiados partidos observamos que la disputa deportiva se convierte en una lucha de clases. Por un lado, el equipo con recursos generalmente llega acompañado de una barra familiar robusta, contundente, que se mantiene todo el tiempo – aún en las peores situaciones - dentro del límite que marca la buena educación y el respeto.
Según el nivel de la academia, los jugadores cuentan con el apoyo de un equipo técnico profesional que los dirige, los atiende, los hidrata y los acompaña al partido, sin importar lo remota que estén las canchas. Incluso hay academias que tienen personal dedicado a filmar videos.
El contrincante, por su parte, muchas veces no cuenta ni con una barra que le acompañe, mucho menos que le anime. Los acompaña un director técnico porque lo exigen las normas del torneo, pero en muchas ocasiones no tienen hidratación en medio de un partido que se juega a casi 35 grados, en pleno mediodía.
Esta marcada diferencia despierta actitudes que no tienen nada que ver con el deporte: el partido se convierte en un verdadero campo de batalla en donde se exceden las reglas del juego: empujones, golpes, halones de la camiseta, violencia, mal ambiente, competitividad fuera de proporción. Que, si bien es cierto el fútbol es un deporte de contacto, en estos partidos los jugadores suelen pasarse de la raya y exceder lo que dictan las normas. Lo peor es cuando los árbitros no practican la justicia o ni siquiera intentan ser jueces equilibrados. Notamos que no hay formación ética en este gremio y la impunidad prevalece.
El más claro ejemplo de lo que describo lo vivimos en el último partido realizado en una cancha ubicada en San Miguelito. A uno de los jugadores de nuestro equipo le golpearon la boca (y le rompieron un diente) pero esa jugada no fue cantada como falta. El jugador que propició este golpe grave debió haber sido expulsado de inmediato. Y así hubo muchas otras sin mayores repercusiones de parte de quien debe utilizar el silbato para poner orden en la cancha.
Ese agónico partido lo perdimos por un gol y el equipo contrario no encontró mejor forma de celebrar que venir hasta la barra del contrario y hacer gestos soeces. Valga decir que los jugadores eran menores de 23 años.
Pareciera que el fútbol es un reflejo de la sociedad y que el deporte no siempre cumple su cometido: unirnos sin distinción de clases, jugar limpio, enseñarnos a ganar y a perder con dignidad; respetar al contrincante que deja de serlo una vez culminado el partido y llevarnos a la auto reflexión para aprender de los errores.
En Panamá existe una ebullición por el fútbol y sería interesante utilizar esa euforia para conducir a los jóvenes que viven en entornos de riesgo social por una senda que les ofrezca oportunidades de superación. Sin embargo, debemos cambiar el modelo de enseñar fútbol que, como todo deporte, necesita mente y cuerpo. Un deportista se debe distinguir por su conducta íntegra dentro y fuera de la cancha. El deporte sí se puede convertir en un factor que dinamice la movilidad social siempre que se practique con disciplina, responsabilidad y ética.
Aún así, concluyo con una idea que siempre digo para que a nadie se le olvide: Tarde o temprano (más temprano que tarde) Panamá se convertirá es una potencia del fútbol y será reconocida como una tierra de grandes jugadores.
* La autora es periodista y madre de un adolescente.